Monday, August 09, 2021

 

Cuatro anécdotas de mis hijitas

Anahí 

(1975)

El día en que nació Anahí me sentía tan contento que fui a casa, me bañé y me puse el traje que sólo había usado para nuestro casamiento. Cuando regresé, la empleada de la recepción en el Hospital de San Francisco (Córdoba), me informó que el horario de visitas era por la tarde. Pese a ello, seguí hasta Neonatología y encarando a una mujer de blanco que venía hacia mí con un registro en las manos, pregunté:

-¿Sabe dónde está la paciente Gloria Gallegos?

La mujer miró el registro y me dijo: en la sala 5, cama 104.

-Entraré a verla...-manifesté.

-¡Por supuesto, pase, doctor!...

Contestó la enfermera. Debido a mi aspecto elegante me había tomado por alguna autoridad, quizá... A causa de ello me permitía ingeresar, aún fuera de los horarios de visita para familiares comunes. Por cierto no le aclaré nada y fui a acompañar a mi esposa y mi hijita en aquella habitación serena. Quedándome allí hasta el atardecer, sin que nadie me molestara.


Rocío

(1984)

Rocío fue la primera hija que tuvimos con mi esposa Gloria luego de salir ambos de la cárcel,  y reencontrarnos. Por cierto, una bendición.

Poco tiempo más tarde, Gloria quedó nuevamente embarazada. A sus 7 u 8 meses, necesitaba descansar bien, pero Rocío se despertaba cada vez que tenía hambre y lanzaba un imperioso alarido exigiendo su mamadera. (Esto más o menos cada tres horas.) Entonces decidimos que me trasladaría a otra habitación, donde tenía mi taller de pintura, llevándome a la vozarrona conmigo. Todo bien: el tema era que Rocío no sólo gritaba por la leche, sino por los gasesitos posteriores o cualquier otra molestia -a veces indiscernible- que la acometía. Una mañana, como a las 6, yacíamos una al lado del otro, con la ventana abierta. Acababa de levantarme y le había dado su mamadera. Pese a ello, la hijita se lanzó a berrear... Simultáneamente, aún antes de levantarme para atenderla, vi un gigantesco gato gris que nos miraba con redondos ojos transparentes desde el alféizar en la ventana... "¡Gato!", exclamé, levantando mi mano para espantarlo. Cuando me incliné sobre la cunita... vi a mi pequeña hija alerta, con los ojitos muy abiertos, expectante... ¡había dejado de llorar!... 

A partir de entonces, cuando comenzaba a chillar sin razón aparente, yo exclamaba "¡Gato!"... y la Rocío, inmediatamente, se callaba.


Guadalupe

(1985)

Guadalupe fue la única persona que en mi vida escuché y vi generar con su boquita aquel sonido tan especialmente original. Cuando yo regresaba del trabajo, al mediodía o al final de la tarde, ella estaba en su sillita alta y desde allí me veía entrar (teníamos un jardín y la puerta del living comedor daba directamente a una veredita que lo atravesaba). Guadalupe estiraba la trompita, aspiraba y soplaba, a la vez que reía, y sacudía la sillita en señal de alegría, produciendo un sonidito semejante al de un instrumento incaico, el Sihku... particularmente rítmico y musical...

Cuando tenía dos años, en el campo, Guadalupe se cayó a una acequia. Lloviznaba ese día, no había nadie fuera. Gracias a los oportunos gritos de Rocío, pudimos salir rápidamente y salvarla. 

Fue uno de los momentos más milagrosos que vivimos y muchas veces lo recordamos hoy, cuando vemos a nuestra hija, ya adulta, tan rica en su personalidad, tan inteligente y tan hermosa.


Alejandra

(1987)

Alejandra era inusualmente inquieta y dotada con una inteligencia penetrante. De las cuatro, fue la que con mayor precocidad aprendió hablar, cuando aún no había llegado al año de edad.

El día en que nació era un jueves, estaba suavemente lluvioso, algo tibio a pesar que era invierno. Se había demorado un poco y por ello, Gloria quedó en la ciudad a esperar el parto mientras yo volvía con las otras chiquitas al campo. Recién nos habíamos acostado a dormir la siesta cuando escuchamos ladrar al Chacho, un ovejero alemán que teníamos. Salí: un longuilíneo empleado de la municipalidad de Fernández, con uniforme y gorra, no se atrevía a avanzar como a unos cincuenta metros. Desde el portón de la finca me comunicó que lo mandaban a avisarme que mi esposa iba a dar a luz en cualquier momento.

Bañé y vestí como pude a las chiquitas, fuimos al almacén de un amigo para cambiar un cheque y enseguida tomamos el colectivo para la ciudad (unos sesenta quilómetros). Cuando llegamos decidí bajar en la Roca y Rivadavia, a unas quince cuadras del sanatorio. Llevando a mis hijas en brazos crucé la ajetreada avenida Roca mientras buscaba con los ojos un taxi. Como no había ninguno, como por reflejo le abrí la puerta trasera de su automóvil a un joven que iba solo y esperaba que le dira luz verde el semáforo. El muchacho -como de veinte años- me miró, algo asustado, por el retrovisor.

-¿Vas hacia el sur? - pregunté.

-Sí, contestó.

-Bueno, por favor llevame hasta la 9 de Julio... debo ver cuanto antes a mi esposa... esta teniendo un bebé... -le dije con calma.

Por suerte el muchacho aceptó generosamente y nos llevó hasta el sanatorio.

Alejandra era una beba gordita y hermosa. Ya estaba en brazos de Gloria cuando llegamos, con mis otras hijitas.

Más tarde, salí con mi tío Agustín en su auto, a comprar algunos medicamentos y otras cositas que mi esposa necesitaba. Al pasar por el kiosco de Rico Díaz, le pedí a mi tío que parase un momento y me bajé a comprar La Voz del Interior. Regresé rápidamente: llovía; ya dentro del espacioso automóvil de mi tío Agustín abrí el diario, saqué el suplemento Cultura y tuve una satisfacción muy grande. En la primera plana habían publicado, con una notable ilustración, un cuento mío. Fue el primero que me iba a publicar ese diario, uno de los más prestigiosos de la Argentina. Dirigido entonces por Alfredo Mathé, director de Cine, un "procer" famoso por su alta exigencia literaria.

Mi hijita Alejandra vino pues con un gran pan espiritual bajo del brazo.



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